Cultura Motera

Carta abierta a mi primera moto

6 minutos 09/12/2020 Última actualización: 19/04/2024

¿Te acuerdas de esa sensación de desear una moto durante mucho tiempo y que finalmente llegue el día en que sales a pilotar sobre dos ruedas?

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Carta abierta a mi primera moto

Recuerdo que era un lunes del mes de julio. Veníamos de un fin de semana de Mundial de Motos en el que Àlex Crivillé había ganado el GP de Gran Bretaña en la categoría de 500cc. El piloto del Equipo Repsol Honda entró en meta con los japoneses Tadayuki Okada y Tetsuya Harada pegados a su colín, todos en el mismo segundo. Yo tenía 17 años y mi hermano mayor, Ángel, se acababa de comprar una moto. No me había dicho nada porque quería darme una sorpresa: sabía que el mundo de las dos ruedas me vuelve loco. Estaba de vacaciones del colegio y me levanté tarde.

Mientras desayunaba con la radio puesta, me pegó un grito desde la calle. “Jorge, ¡baja!”. Me daba mucha pereza, pero es mi hermano mayor y ya se sabe, tocaba obedecer. Salí fuera con mi pijama y el sol de mediodía me dejó medio ciego. Cuando recuperé la vista, colocando la mano en la frente, ahí estabas tú: una Honda CB750 clásica, modificada al estilo ‘cafe racer’. Mi corazón se detuvo, pero era solo un ‘reset’, porque al instante empezó a latir a toda velocidad. Sin duda, me había enamorado. Y aquello no era todo. Ángel se acercó, me puso la mano en el hombro y me dijo: “Cuando cumplas 20 años será tuya”. Hay cosas que nunca se olvidan.

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Freddie Spencer en un evento con sus fans.

El sueño de la CB750

En casa teníamos una pequeña Montesa que me sirvió para familiarizarme con las marchas. Siempre había tenido claro que mi sueño era pilotar una CB750 como la que tenía mi tío. Era el hermano de mi padre, un mecánico de esos de manos negras, de mono azul lleno de tachones, de pósters de Freddie Spencer y Randy Mamola en las paredes del taller. Abracé a mi hermano y no pude evitar romper a llorar. No solo por la moto, sobre todo por su gesto, porque nadie como él sabía cuánto deseaba tenerte entre mis manos.

Me dijo que necesitaba madurar un poco más, que le daba miedo poner en mi poder aquella auténtica bestia del mundo del motor. “Jorge, sácate el carnet, no tengas prisa, la moto te estará esperando”. Aquellos dos años y medio se hicieron largos. Pero tenía que cumplir. Mi hermano la sacaba una vez por semana, siempre en domingo. Algunos días me llevaba detrás y su posición acoplada me dejaba completamente a merced del viento. Me recuerdo estirando los brazos y cerrando los ojos, y a Ángel gritándome que estaba loco, que si seguía así me caería.

Te lavaba a conciencia, te mantenía siempre impecable, acompañaba a Ángel a pasar todas las revisiones al taller del tío Toni. Ahí hablábamos de la última carrera o de lo bonito que sería ir juntos a ver un Gran Premio. También hablábamos de la posibilidad de cambiar las cubiertas por unas blancas, o de colocarte unas estriberas más finas. Han pasado 20 años y no puedo evitar emocionarme cuando recuerdo aquellos tiempos en casa, viendo el Mundial en familia. Mientras, tú reposabas en el garaje, cubierta con una sábana blanca que ya no usábamos porque tenía un pequeño agujero en una esquina.

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Llegó el día. 10 de febrero del 2001, era sábado. Cumplí 20 años y mi hermano ya no vivía en casa. Vino con su novia, Isabel, para comer con mis padres y conmigo. También se apuntó el tío Toni, que incluso con las manos limpias podías distinguir entre sus uñas retales de grasa de la última moto que había pasado por su taller. Tú seguías abajo, ajena a lo que estaba a punto de suceder. Soplé las velas y nos fuimos al garaje. Ángel sacó las llaves de su bolsillo izquierdo y me las lanzó. “Es tuya, por fin”.

Yo saqué otras llaves y se las lancé a él. “También es tuya”. Se quedó descolocado, no entendía nada. Me acerqué y le puse la mano sobre el hombro. “Eres el mejor hermano que uno puede tener, y creo que también te mereces algo muy especial”. Apreté el botón de la puerta del garaje y el sol fue avanzando lentamente por el suelo mientras se iba abriendo. Se distinguía la silueta perfectamente. ¿Otra moto? Se le humedecieron los ojos porque conocía esa máquina mejor que la palma de su mano. Era la CB750 con la que todo había empezado, la Honda del tío Toni, que tenía una mano sobre el asiento mientras con la otra acariciaba el depósito.

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“Hace dos años tuviste uno de los gestos más maravillosos que jamás he visto. Has demostrado que eres un digno heredero de mi moto. Es tuya”. Ángel salió corriendo y casi tira al suelo a nuestro tío. Nos dimos un abrazo de esos muy largos, de los que te permiten camuflar tus lágrimas. Esa tarde salimos juntos por primera vez con las dos motos. Había llegado el día en el que finalmente pasabas a ser mía, pero lo más emocionante era ver la cara de Ángel mientras pilotaba. Estaba feliz.

Dos décadas después, ambos tenemos hijos, peinamos canas y tenemos las preocupaciones propias de los cuarentones. Pero el último domingo de mes, sin importar el clima, sacamos nuestra Honda CB750 y nos encontramos delante del garaje de nuestros padres. Rodamos durante toda la mañana, comemos, nos ponemos al día y recordamos aquel día de 1999 en el que todo empezó. Luego volvemos a casa y nuestros hijos siempre salen con lo mismo: “¿Cuándo me regalarás tu moto, papi?”. Cuando cumplas 20 años.

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