Se lo pregunté ayer por la noche: «Miguel, ¿mañana quieres venir conmigo a las carreras?». Primero se quedó en silencio. Asimilando. Luego miró a su madre en ese gesto tan de niño, como buscando otra voz adulta que le diga si eso que le están diciendo es una verdad o una mentira. Ana, mi mujer, le hizo que sí con la cabeza. Y él, emocionado, con sus seis tiernos años, corrió a abrazarme. «Gracias, papá». Me cayeron un par de lágrimas mientras él lloraba entre mis rodillas.
El nombre se lo pusimos en honor a Mick Doohan, el piloto de mi juventud, el hombre que levantó cinco títulos para el equipo Repsol Honda. Mi esposa no puso demasiados problemas porque su abuelo se llamaba Miguel. Matamos dos pájaros de un tiro. Al abuelo, obviamente, nunca le contamos que competía con uno de los mejores motoristas de la historia.
Desde que nuestro hijo tiene uso de razón siempre ha querido venir conmigo al circuito cuando el Mundial pasa por nuestra ciudad. Pero no me atrevía con tanta gente, con tanto jaleo. Me parecía que no aguantaría los gritos del público, el rugido de las motos, que tendría calor, que se aburriría. La verdad es que siempre quise llevarle, y aunque Ana me animaba, buscaba una excusa para retrasar su estreno. Supongo que no quería enfrentarme a la posibilidad de que no le gustara la experiencia.
Recuerdo bien mi infancia. Mi padre había corrido en el Campeonato de España de Velocidad. Nunca ganó una sola carrera, pero acompañarle a esos circuitos que se caían a trozos era un sueño. Veías a los pilotos enfundados en sus monos, con motos sin mecánico, con un público formado por familiares y cuatro locos del motociclismo. Era un deporte minoritario que todavía tenía que dar el salto, a pesar de que Ángel Nieto ya había hecho de las suyas. Estaban por llegar los Sito Pons, Carlos Cardús o Joan Garriga, los nombres que, poco a poco, fueron poniendo la moto en boca de todos.
Entonces no había Internet, así que las carreras del Mundial, o las mirabas en directo o te contentabas con el resumen más bien escaso que regalaban los informativos. A mi padre le encantaba Randy Mamola, ese americano loco que cabalgaba sobre cualquier moto que le pusieran entre las piernas. Recuerdo bien la carrera de 500cc del Gran Premio de San Marino de 1985. Yo tenía 10 años y en casa nos quedamos mudos tras ver cómo Mamola salvaba una caída a la salida de una curva corriendo al lado de la moto. A mí también me gustaba mucho Freddie Spencer, menuda elegancia. O Kevin Schwantz, otro estadounidense que era un portento.
Siempre he tenido claro que mi infancia es irrepetible, y que Miguel tiene que vivir la suya. Por eso su reacción al darle la noticia me dejó derretido un buen rato en el sofá. Ana me miraba con la cabeza algo torcida, con ese ademán tan cariñoso que siempre se acompaña de una media sonrisa y de una caricia en el pelo. “Será un día inolvidable, ya lo verás”, me dijo, cuando ya estábamos en la cama.
Esta mañana, Miguel se ha levantado el primero. Faltaban tres horas para que empezara la categoría de Moto3 y él ya estaba metiendo prisa. “Vamos, papá, que no llegaremos”. Yo le he dicho que no había prisa, que MotoGP no empezaba hasta el mediodía. Pero él tenía otros planes. “¿Cómo? No, papá. Quiero verlas todas. Porque Marc Márquez y Dani Pedrosa empezaron ahí y mira hoy dónde están. Quiero verlo todo, quiero ver a los que dentro de unos años estarán en el Equipo Repsol Honda”. No he podido articular palabra, y como si él fuera el padre y yo el niño, me he ido a mi habitación a cambiarme sin rechistar.
Hemos salido de casa con mucho margen. Es la primera lección que ha aprendido Miguel: en las carreras, a no ser que vayas en moto, siempre pringas con el tráfico. Para la ocasión, ha elegido una camiseta mía de Àlex Crivillé, de cuando el piloto de Seva ganó el Mundial de 1999. Se ha encogido un montón, así que ya no le va tan grande. Y una gorra firmada por Pedrosa que me tocó en un sorteo el año pasado. Nunca se la había puesto porque no quiere que se le borre el autógrafo.
Una vez en el circuito, lo primero que le ha llamado la atención es la cantidad de gente. “Hoy seremos más de 80.000 personas, Miguel”. Me ha agarrado fuerte la mano y hemos caminado hasta nuestra grada, situada en una curva donde suelen producirse buenos adelantamientos.
Y aquí estamos. Hablando de motos, explicándole cómo los pilotos tumban todo el cuerpo para vencer la inercia en cada curva. Recordándole que si hay alguna caída, no debe sufrir porque casi nunca se hacen daño. “Son muy fuertes, como tú”, me dice. Nos miramos y se genera una conexión que nunca antes había sentido. Jamás le he obligado a amar las motos. Y no creo que sea genético. Tampoco considero que lo haga por compromiso, para hacerme feliz, porque es demasiado pequeño como para preocuparse por estas cosas. Su mirada nerviosa me convence de que está ansioso por presenciar su primera carrera. Yo creo que será el Gran Premio de mi vida en el que menos me fijaré en el asfalto. Me da igual. El espectáculo está mucho más cerca. Sentado a mi lado. Que empiecen las motos. Que empiece uno de los mejores días de mi vida, y ojalá también el suyo.
Foto de cabecera: todoelrato_sinparar